Un texto escrito en futuro próximo. Lo carnavalesco en el día de muertos
A mi abuelo Salomé, hombre loco que me enseñó a soñar con los libros.
Caminar es un placer que disfruto tanto como los libros de caballería. El acto de andar por las calles, permite retroalimentarme con la ciudad, escuchar el golpeteo de la urbanidad, bajo las figuras del tránsito y la música variada, desde un pop comercial hasta un duranguense lúdico. Como parte de mi pasatiempo, busco lo real maravilloso en la vida cotidiana, aquello que le dé sentido al hecho de haberme levantado.
Al fin terminó octubre, mes cantado por los poetas debido a sus lunas que me producen repulsión, y ya es noviembre. Camino y no encuentro lo real maravilloso. Darme por vencido, tomar el próximo autobús e ir a casa, es una decisión inadecuada, pues aún tengo fe. Mis pies, como si fuera un Augusto unamuniano, me llevan hacia el cementerio, tras haber recorrido una larga distancia. En las banquetas, cual ejército, los puestos invaden, ofreciendo al marchanta los productos para las festividades del día de muerto. Florilegios artesanales, herencia de la unión múltiple de las culturas prehispánicas y española. Me inunda una niebla aromática de cítricos, cual líquido amniótico, se introduce en las fosas nasales y afloja las neuronas en mi cabeza, produciendo un éxtasis. Frente: un puesto que ofrece esqueletos en sus ataúdes, en aviones o papel picado; una mesa ya vieja sostiene las vasijas de barro para el banquete mortuorio. Además, veo calaveritas de azúcar y otras confituras. A la izquierda, en otro puesto, hay cacahuates, dulces de piloncillo para las coyotas; guayaba, fresa y almendras para el atole y chocolate para el mole o el champurrado. A la derecha, colgados como pieles de animales, están los disfraces ya, en su mayoría americanizados, listos para ser utilizados.
Camino en dirección a la puerta del cementerio, en el sendero encuentro restos de cempaxúchitl, sal regada y cáscaras de cacahuate. Las suelas de mis zapatos saborean el dulce sopor de las tradiciones, alguien tiró atole y algunas hojas de tamal. Llego a la puerta y está asediada por vendedores de flores, florilegios absurdos de la muerte. Coloridas, alegres, que contradicen al concepto de la muerte, tan melancólico e insípido, de los europeos. Un sendero de veladoras evita que choque contra las tumbas, el olor a cempaxúchitl y a carnaval se vuelve más intenso, escucho murmullos de mujeres y hombres: están velando a sus muertos.
Salgo del panteón, se hace tarde.
Veo un grupo de jóvenes vistiendo los monstruos tradicionales de las películas hollywoodenses; un par de niños llevan atuendos de la lucha libre, figurando un luchador muerto; pequeñas brujas, bellas vampiresas y diablillos con sus calabazas de plástico piden su calaverita a los vendedores. Detrás de los niños, están sus padres o hermanos acompañándolos, tal vez disfrutando del hermoso cuadro que se pinta cada año.
Me pregunto si mis padres terminaron a tiempo el altar con sus siete niveles, decorado con naranja, blanco y morado, dedicado a mi abuelo. ¿Habrán llevado los alimentos favoritos: el pozole, los tacos de arrachera, el menudo? ¿Le pusieron algunas guayabas u otras frutas que eran sus predilectas? Espero no hayan olvidado el vaso con agua, el caballito y la cruz de sal o cal, así como también algunas veladoras para que lea cómodamente su libro favorito.
Hace frío y es tiempo de volver a casa. Lo vivido esta noche me muestra el mundo carnavalesco de las tradiciones mexicanas, una sátira decadentista. El mexicano es, quizá, el único que se atreve a burlarse de la muerte, a tomarla como un juego, colocándole colores vistosos y llevarlo a un plano diferente, al plano del no temer.
*Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza (Zacatecas, Zac.; 1988). Escritor, estudiante de literatura y cinéfilo.